Una Ermita en la Sierra (1935, Edo. de Ontañón) (Irene Garmilla 28/11/2015)


Con un estilo de reportaje turístico, pero de una calidad extraordinaria, nos regala Eduardo de Ontañón otro artículo más sobre nuestro valle. En este ofrece, sobre todo, la visión que el viajero de los años 20 podía tener al llegar a Valdivielso. Se publicó en el periódico Heraldo de Madrid el 22 de septiembre de 1925. Ontañón tenía entonces 21 años.

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UNA ERMITA EN LA SIERRA
Por un caminuco hondo y campesino, desbordante de follaje, se sube a la sierra, aunque más parece que se suba al cielo ingenuo de azul, pinchado por los picos audaces de las peñas.
Marcha el camino desde las orillas del Ebro y comienza a subir renqueando, cansado ya del ingrato deber que se ha impuesto.

A poco de subir, desde un descanso, gracioso de sombra verde, se ve gran parte del valle, mansamente acostado a nuestros pies. Entre el aire, prieto de cálido, de la tarde veraniega, contemplamos los pueblecitos salpicados por el jugoso verde de los prados y los huertos, y por la umbría de los chopos y los nogales, y los caminos aldeanos. Aquí Valdenoceda, más allá Quintana, después Almiñé… Se ve la topografía del terreno con ingenuo detalle. Tenemos delante ejemplos de huerta, de río, de presa, de prado, de monte, de puente, de arroyo, etc.

Caminamos hacia arriba. Las primeras peñas nos salen al paso, sobresaliendo de la yerba.
─Hasta aquí pueden llegar los carros, nos dicen. Y pensamos que nuestra ascensión va siendo prodigiosa.

Ya desde aquí poseemos todo el valle; pero con imprecisión, con la imprecisión con que se ve en el paisaje frondoso. Desde arriba, desde la sierra misma, vemos ya como en un recuerdo, con ese difumino de la distancia que sombrea las cosas. ¡Qué aire tan solitario y recogido nos acaricia humildemente! Aire de sierra y de cielo azul, frescor de valle y de montaña.

Solo unos pasos hacia adentro de la peña y nos hallamos en una soledad desconcertante. Por todas partes, sierra y sierra. Y arriba, muy alto, cielo ingenuo, cielo de ensueño y de estampa.
En seguida descubrimos, en medio de carrascas y de encinas, la ermita, con su claro campanil, que cuando toca suena como la esquila de un cordero perdido. Parece rodearla un halo de santidad.

Con su humilde espadaña, siempre alerta, siempre elevándose todo lo que puede, bien puede llamársela señora de la soledad : la mansedumbre de su aspecto está rectificada en la altivez con que su torrecilla mira por encima de unas carrascas. Pensamos : «Mansa, pero vigilante».

Entramos. Un tibio olor litúrgico sale a recibirnos, como si fuera una avecica mística, de las que gustarían jugar con el viejo ermitaño que hace muchos años, quizá siglos, vivió aquí.
El altarcito, gracioso de ingenuidad. Por las paredes, morenas, algún cuadro primitivo. Imágenes de bellos nombres : Santo Cristo del Buen Fin, Nuestra Señora de la Hoz. Algún devocionario escrito con tinta verde por cualquier viejo ermitaño y lleno de infantiles adornos.

…Cuando marchamos comienzan a agarrarse de las cumbres jirones de niebla y de obscuridad. ¡Qué sola nos parece que dejamos la ermita! ¡Qué empapada de medrosa soledad!

Ya vemos el valle, salpicado ahora de lucecitas, como si hubieran llovido estrellas. Pero no nos fijamos en él. Todavía vamos viendo la ermita, bien grabada en nosotros, bien impresa en nuestra imaginación. Y ahora ya comenzamos a distinguir su espíritu, su manso airecillo, su sobrio meditar en medio de la soledad, su fraternidad franciscana, su beatífica sonrisa petrificada en la cumbre de esta sierra castellana, que parece presidir y amparar con el dedo erguido de su espadaña, apuntando al cielo prometido, y la débil vocecilla de su campana, blanda y cariñosa, como la lengua de un corderito blanco.

EDUARDO DE ONTAÑÓN
Valle de Valdivielso, septiembre.
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Foto de Próspero Gallardo. Villasandino, 1935.

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