Capítulo 8: Miguel de Pereda y Magdalena Ruiz de Valdivielso a Pilas

El calor de Agosto agobiaba a los habitantes de Quecedo que ese año de 1588 se iban reuniendo frente  al camino que iba a Puente Arenas para la tradicional ascención de la Virgen de las Pilas. En la casa de Miguel Pereda el mozo todo era un caos entre hijos corriendo y haciendo los preparativos. Miguel se iba vistiendo con sus mejores trajes. Con el reinado de Felipe II la moda española se había hecho más austera y rigida. El negro era el color predominante. Miguel no era un hombre rico, pero tenía casas en el Barrio del Poyo y algunas tierras para el sembrado. Miguel era hijo de otro Miguel de Pereda, el viejo,  y de Elvira Fernandez, la cuarta de los nueve hijos de Alonso Fernández del Barrio, el viejo.  Hombre de mediana edad todavía tenía energía para trabajar la tierra con sus hombres. Lo que le faltaba en recursos económicos, sin embargo, no le faltaba en alcurnia. Los Pereda era una de las familias más prominentes en Medina de Pomar donde vivían sus parientes ricos que enterraban a sus muertos en el capitel mayor de la Iglesia de la Cruz de Medina, donde además tenían honorificos entierros en un nicho o arco embebido en la misma pared. Aunque Miguel no los conocía ni de lejos, sabía que su familia de Medina había emparentado con la familia del gran Prior de Castilla y Virrey de Navarra. Sí, esas eran palabras mayores. Los Pereda eran fuertes en Medina, además de tener  familia en el valle de Valdariga en las Asturias de Santillana. Claro, que como suele ocurrir, los poderosos de la familia era poco lo que atendían a los menos afortunados. Eran como mundos paralelos que sólo en ocaciones se cruzaban en Medina de Pomar e intercambiaban algunas palabras. Claro que en el valle, con toda su austeridad, los Pereda eran alguien. Después de todo, el hermano mayor de Miguel, Alonso, se había casado con la quinta hermana de Alonso de Incinillas Huidobro, el Señor de la Casa de Huidobro, el mismo que ahora estaba ad portas de la muerte, la Ana Gonzalez de Incinillas Huidobro. Este hermano mayor vivía en Burgos donde era era secretario de la Santa Inquisición  y de la Audiencia Arzobispal. Miguel de Pereda también era un hombre de honda piedad. Podía enfermar, pero esta fiesta en honor a la Virgen no la omitía por nada en el mundo. Y es que su familia, como todas las de Quecedo, era tradicionalmente católicas.  "¡Vamos, todos a la calle que vamos llegando tarde!" Ordenó Miguel, mientras se cruzaba entre sus piernas la pequeña Ana de Pereda Ruiz de Valdvielso de seis años. "¡Provocadora!" le dijo riendo mientras la tomaba en brazos para darle un buen bezo en las mejillas. "¿Quién es mi reina?". La niña reía encantada, sí, ella era la reina.

La mujer de Miguel,  Magdalena Ruiz de Valdivielso, oriunda del pueblo de Hoz de Valdivielso, ya lo esperaba en la calle junto a los otros niños, Miguel, Diego y Lazaro. Cuando todos se reunieron comenzarón la procesión que los llevaría por un sendero hasta la hermita de Pilas. A la cabeza los hombres llevaban a los hombros a la Virgen. Detrás de ella, el estandarte de Quecedo y Puente Arenas, se levantaban orgullosos a lo alto dejando al viento flamear el rojo del género. Más atrás iban las autoridades, alcaldes y regidores de los pueblos, junto al sacerdote. Todos intercalaban canciones y oraciones. Finalmente, la gente de los pueblos, hombres curtidos, mujeres, niños correteando. Magdalena Ruiz de Valdivielso, como todas las mujeres cubría con un velo negro su cabeza. Llevaba a la pequeña Ana de la mano, aunque sabía que pronto se le escurriría para ir a jugar con otros niños. Otra mujer, un tanto regordeta, se le acercó desde su lado derecho. "'¿Cómo está Doña Magdalena?" preguntó con amabilidad. La conversación fluyó como siempre sobre los niños, los animales, las siembras, los cerezos, en fin todo lo que era la vida de Quecedo. Finalmente, y tal como lo intuía Magdalena, la conversación se encaminó hacia Pedro, uno de sus hermanos, que decían las malas lenguas había tenido un amorido con la susodicha. "¿Y cómo van las cosas por las Cortes de sus Magestades?", preguntó con un dejo de inquietud la mujer. Magdalena se sonrío por dentro y decidió hacer sufrir un poco a la pobre mujer. "Ya sabe usted que mi tío en segundo, Juan Ruiz de Valdivielso, está retirado hace muchos años. Ya no es el despensero de la Reina". "No me refería a su distinguido tío, sino a sus hermanos, a Don Pedro y a Don Gonzalo", se sonrojó la mujer. "Hace tiempo que no recibo noticias suyas. Me imagino que vivirán bajo la dictadura del cocinero mayor-bromeó Magdalena-usted ya sabe, son criados y como tales hombres de trabajo. Si no me equivoco Don Pedro atiende las mesas y Don Gonzalo, que hasta hace poco se cuidaba de la limpieza, a pasado a ocuparse de mantener los fogones". "Sus hermanos son buenos hombre, Doña Magdalena, los pobres no tendrán tiempo para casarse y formar familia, ¿o me equivoco?". Magdalena le tomó el brazo a la mujer, como confortándola. "Mi querida Señora, tengo la impresión que Dn Pedro se ha casado con la corte y que con ella morirá". Sintió a su lado como un suspiro de alivio. 

El camino hacia la hermita de Pilas era duro, agreste y muy empinado.  Al llegar los hombres que cargaban con la Virgen venían todos transpirados. Lo mismo los que se turnaban en llevar el estandarte de Quecedo y Puente Arenas. La heremita, una capilla de piedra de una habitación, esperaba a su Virgen. Los hombres entraron en silencio. Encabezaba la proseción el sacerdote. Pusieron la estatua en el lugar predeterminado. Delante de la Virgen todos se arrodillaron para escuchar la bendición del cura. Al levantarse y a una voz los hombres, mujeres y niños aclamaron: "¡Viva la Virgen de Pilas!". Tantos años, tantos siglos, y la procesión se repetía con la misma emoción de siempre. La gente fue abandonando la hermita y se fueron acomodando sobre el cesped al rededor de la habitación. La vista desde lo alto de Valdivielso era sobrecogedora. Un paraíso sobre la tierra. La banda de Quecedo comenzó a tocar algo mientras la gente iba poniendo sus productos para poder intercambiar o vender lo que se pudiese. Como todos los años el ambiente se comenzaba a animar. Miguel de Pereda conversaba entusiasmadamente con Pedro Fernandez Quintano, hijo de Pedro Fernández Quintano y de Ana Fernandez, la menor de los nueve hijos de Alonso Fernández del Barrio, el viejo. De pronto vio como se le acercaba Magdalena, su mujer, con su rostro blanco como un papel. "¡Don Miguel, se me ha perdido la pequeña Ana! ¡No la encuentro por ningún lado!" Miguel de Pereda y Pedro Fernández Quintano se miraron complices y lanzaron una carcajada. "Mujer aprehensiva-le dijo con cariño su marido-nuestra Ana no se ha despegado ni un sólo momento de García, el hijo de Don Pedro Fernández Quintano. Miralos, allí, cómo juegan. ¡De verdad, de seguir esto así, pronto tendremos que hablar de matrimonio!".

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