Capítulo 9, García Alonso de Huidobro y Ana de Pereda

García Alonso de Huidobro ya era un muchacho alto y fornido de 19 años en 1601. Venía acompañado con uno de los peones de su padre de regreso a Quecedo de un periplo que lo había llevado por varias ciudades, aunque sus propositos eran pasar a resolver algunos asuntos a  Sevilla y a Valladolid. Se servían de un borrico que hacía las caminatas más descanzadas, además de llevar los escualidos equipajes de cada uno. El camino había transcurrido sin percances, precisamente porque se habían asegurado de dormir en hospedajes más o menos descentes y hacer el camino siempre en grupos. El chico era muy cuidadoso, y había tomado en serio todas las advertencias que le había dicho su padre, Pedro Fernández Quintano, sobre los peligros del viaje. Estar todo el tiempo atento, no confiar de desconocidos, no hacer amistades con mujeres fáciles. Especial terror le tenía a los bandidos que abundaban en los caminos y que no tenían ningún tapujo en asesinar a sus víctimas.  De todo lo que tenía que contarle a sus padres, sin dudas, sus impresiones sobre Sevilla eran las más vivas. ¡Qué ciudad! Y no sólo era sobre el Real Alcazar, la Torre del Oro o la Giralda, era la cantidad de personas distintas, esa inconmesurable actividad comercial que parecía no detenerse nunca, esas fortunas que se hacían y deshacían en un par de movimientos. Sevilla le había parecido el centro del mundo. Cuando llego, tentado por tanta maravilla, estuvo dando vueltas por la ciudad con Manuel el peón que tampoco salía de sí. Si lo único que habían visto el pobre hombre, además de Valdivielso, era Oña, Medina, y si acaso Villaarcayo. A eso de las seis, y ya bien cansados, comenzaron a buscar la casa del tío García Alonso de Huidobro, a cuyo honor su madre, Catalina Alonso de Huidobro, le había puesto por nombre García. En otras palabras, tío y sobrino, se llamaban igual. Sin sospechar que fuese tan difícil ubicarse entre tantos callejones, lograron dar con la casa a eso de las ocho de la noche. Les recibió un sirviente que los condujo directamente al comedor en el primer piso. El tio García no tardó en aparecer. Era alto, más bién delgado, y sobriamente vestido de negro. "Me teniáis preocupado. ¡Cuánta tardanza! Sevilla no es para ir dando vueltas. Puede ser peligrosa. A simple vista os veís como dos provincianos fáciles de engañar". El chico quedó petreficado con tal bienvenida, mientras que Manuel se escabullía por detrás para buscar la cocina. Sin embargo, a decir verdad, el tío García era un buen hombre y de fácil conversación. Pidió que le trajesen algo de comer y se sentaron a charlar. "¿Cómo está mi hermana Catalina? ¡No puedes imaginar como la recuerdo!". Normal, pensó el chico, mal que mal el hombre era un solterón, no tenía más familia que sus hermanos y sobrinos. García le puso al día de su hermana, Catalina, de su cuñado, Pedro Fernández Quintano, y de sus sobrinos Pedro, Miguel, María y Urbana. Todos sus hermanos llevaban el apellido del padre, Fernández Quintano, solo él había recibido el apellido de su madre Alonso de Huidobro. Le contó sobre las tierras en Valdivielso, las casas que poseían en diversos pueblos, y en fin, de lo duro que la vida se presentaba por esos lados. Por mucho que uno trabaje la tierra, si el tiempo se encapricha y te envía un par de heladas, todo se va al tacho. La vida en Valdivielso no es fácil, sobre todo en invierno. "¡Eso ya lo sé! Me lo vienes a contar a mí que tantos años de mi vida los pasé por allí". Valdivielso era duro, comenzó a recordar el tío García Alonso de Huidobro, pero era su tierra, la tierra de sus antepasados. Le hablo de cuan duro habían trabajado sus abuelos, Juan Alonso de Jorge y Catalina Saiz de Huidobro. De como los habían criado para agradecer todo lo que la tierra puede darte. De como lo habian enviado a Sevilla para hacer carrera eclesial y cómo con esfuerzo había podido adquirir el título de tesorero del Santo Oficio. El muchacho escuchaba con atención, y no, no era para caer bien, sólo que todo lo que le decía su tío era verdad. Eran dos pensamientos gemelos. Y así conversarón largo rato, para luego de decir las oraciones dirigirse a sus habitaciones. Era su primer día en Sevilla. 

La semana que pasó en Sevilla fue maravillosa. Cuando caía cada tarde su tio lo llevaba a caminar por la ciudad, para mostrarle rinconces maravillosos, o bien para dar un paseo al lado del río. Pero el resto del día era trabajar y duro. A García, el mozo, se le daban bien las letras y los números, y eso fue un alivio para su tio. El tío se tomaba en serio el oficio de Contador de la Santa Inquisición, se preocupaba de realizarlo bien. Como era un título hereditario, su sobrino García algún día lo heredaría y había que prepararlo bien. Esto no significaba que el muchacho tuviese que irse a vivir a Sevilla, bien podía corroborar las cuentas desde su Quecedo natural. Y solo si es que le daba en gana. Más que un trabajo formal se trataba de una dignatura. Aún así García Alonso de Huidobro, el tío, creía que era su obligación religiosa formar bien al muchacho. Fueron, entonces, días de trabajo y descanzo. Su tío resulto un hombre bueno, de esos que se encariñan en silencio y fidelidad, nunca mostrando mucho sus sentimientos. Esos son los mejores hombres, los más fieles. Cuando se despidieron, García le dió al muchacho varias cartas para los parientes del valle, y una pequeña bolsita con algunos ducados. "Estos son para ti. Gracias por tu resonsabilidad y trabajo. Algún día serás el Contador de la Inquisición de Sevilla...recuerda que no es poca cosa".  Al muchacho le hubiese gustado abrazar a ese señor tan alto. Se limitó sin embargo a sonreirle y darle la mano. A la castellana, esta había sido una de esas entrañables despedidas. 

La segunda parte del viaje, ya regresando, seguían las siguientes instrucciones de Pedro Fernández Quintano,el padre de García Alonso de Huidobro: detenerse en Valladolid donde recidía la corte de Felipe III y tratar de encontrarse con personas influyentes. García llevaba algunas cartas de parte de su padre Pedro Fernández de Quintano a algunos parientes de su hermano Bartolome, que servían en la corte, para ver si habría la posibilidad que entrasen a servir como criados algunos de sus hijos, Pedro o Miguel. Este tío Bartólome se había casado dos veces, la primera con Doña María Ruiz del Castro, hija de Agustin del Castro del hábito  de Montesa y mayordomo de la emperatriz Isabel. Se casó por segunda vez con Urbana de Quecedo, hija de Juan de Quecedo, repostero de camas de su Majestad. Las cartas iban dirigidas a los tales Agustían del Castro y Juan de Quecedo, o en caso que hubiesen fallecidos, a cualquiera que hubiese hecho amistad con los susodichos. El camino hacia Valladolid era bastante más austero. Pudiendo haber pasado por Toledo, prefirieron acortar el paso a través de la villa de Madrid. Sucia, poco señorial, y peligrosa. Pero valía la pena, se ahorraba casí una jornada. La llegada a Vallodolid era más o menos como se lo imaginaba. Una ciudad pequeña, con edificios elegantes, y bullente de actividad. Allí, ni más ni menos, se encontraba el Rey Don Felipe III. Gracias a Dios, pensaba el muchacho, el cielo esta claro y no hay esa bruma que cubre siempre la ciudad y de la que tanto me habían advertido. La corte era una serie de oficinas, repletas de personas que se esforzaban por hacerse atender. Empujones, cartas que iban y que venían, desorganización. Al segundo día, García entendió que era imposible hacer llegar las cartas sin ayuda de alguien. Comenzó a observar todo con más cuidado. A caminar entre la gente. A escuchar lo que se decía. García era listo. Finalmente, al cuarto día tomó un par de ducados de los que le había dado su tío y le pagó a un hombre que coordinaría un breve encuentro con Juan de Quecedo, el repostero de camas de su Majestad. El encuentro se produciría a primera hora del día siguiente cerca las puertas de la Catedral. Y así fue. Hacía frio. La gente iba saliendo de misa. Entre la multitud García reconoció al hombre al que le había el dinero, y junto a él a otro que debía ser Juan de Quecedo. Se acercó con naturalidad, se saludaron y comenzaron a charlar sobre diversos temas. Don Juan de Quecedo parecía hambriento de saber noticias del Valle de Valdivielso, de diversas personas que el propio García apenas si conocía. La conversación, en todo caso, no fue muy larga. En un momento dado, Don Juan tomó a García del brazo y le dijo: "Decidle a tu padre, Don Pedro Fernández de Quintano, que haré todo lo que está en mi poder para complacerle. aunque las cosas no están nada fáciles. En general son muchas personas las que quieren entrar a trabajar en la Corte. No os imagináis cuántos". El muchacho sonrió, "sé que haréis todo lo que esté en su poder".  El tiempo mostraría que las esperanzas de Pedro Fernández de Quintano para sus hijo Pedro y Miguel no se verían satisfechas. Estos muchachos morirían en el Valle y sin descendencia. Tampoco los susecivos intentos por poner en la Corte a sus hijas María y Urbana Fernández de Quintao, aunque ellas sí se casarían y se quedarían en el Valle. Ninguno de los hijos de Pedro Fernández de Quintano entraría a servir en la Corte. 

Después de un día de descanso, García Alonso de Huidobro, y su criado  Manuel, emprendieron el camino de regreso a Quecedo. El joven montaba el borriquito mientras pensaba con satisfacción que todo había resultado como lo había planeado. Su futuro se iba construyendo poco a poco tal como su padre lo había planeado para él. En el futuro heredaría el mayorazgo de la familia, esto es, algunas casas del barrio del Poyo, y tierras de sembradío, además del puesto de contador de la Santa Inquicisión de Sevilla. Se sonreía por dentro porque además de todo esto, pronto se iba a celebrar el matrimonio que tanto tiempo había soñado. Con su amiga y su confidente de toda la vida, Ana de Pereda. Sí, la hija de Miguel de Pereda.   

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